El Concilio de Jerusalem.
En el año cincuenta de la era común el liderazgo judío de las Congregaciones que seguían las enseñanzas del maestro Yehoshúä Ben-Yosef, se reunieron para decidir qué hacer con los goyim (gentiles) que se estaban uniendo al compañerismo, eran muchísimos, y qué papel podían jugar en las congregaciones.
Dicho Concilio es de trascendental importancia, sólo que sus implicaciones y decisiones han sido puestas de un lado y, lamentablemente hoy no se aplican.
Lo primero que hay que decir es sobre el lugar de la reunión, Jerusalem, pues así se daba cumplimiento a la profecía que dice: “de Jerusalem saldrá la Palabra” (Isaías 2:3; Miqueas 4:2). De Jerusalem, no de Roma ni de Grecia, de Jerusalem. Insisto en esto, porque lamentablemente son los “padres” griegos y/o romanos quienes han marcado la pauta en la teología, la misma palabra es griega.
Segundo, que los convocados fueron TODOS judíos, con esto se cae la enseñanza de que “a lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron”, porque están reunidos judíos que recibieron el mensaje, lo trasmitían a los goyim, y ahora están decidiendo el papel que estos han de jugar en las comunidades seguidoras de las enseñanzas del maestro.
Tercero, se les impone lo que Esdras y los hombres de la Gran Asamblea quinientos años antes determinaron, que los goyim no están obligados a cumplir lo establecido por Moisés, sino que en todo caso cumplan lo que se llama “Ley universal”: prohibición de la idolatría, al pecado sexual y cuidado con lo que se ingiere (Hechos 15:20).
Cuarto, los goyim deben aprender de los judíos antes de dedicarse ellos a la enseñanza “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada sábado” (ídem 21).
Precisamente, cuando se pasó por alto lo decidido en el Concilio de Jerusalem, comenzaron las distorsiones a la doctrina, y miren a donde se ha llegado, Roma marca la pauta de lo que se ha de creer.
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